domingo, julio 20, 2014

NOTICIA 1368ª DESDE EL BAR: FESTINA, MOX NOX ("apresúrate, pronto será de noche")

Pues sigo escribiendo con motivo del cien aniversario del inicio de la Primera Guerra Mundial. El décimo relato que os he escrito pisa territorio ruso, si es que los territorios tienen realmente dueños.




FESTINA, MOX NOX (“apresúrate, pronto será de noche”).


-El hombre social de hoy, adulterado por la morbosa adaptación al capital, viene a ser una mezcla extraña de civilización y barbarismo.

-¿Quién dijo eso? ¿Lenin?

-No, no, Sasha –dijo Yuri Bogdánov-. Es de una revista española. Lo dijo un médico llamado Ramón y Cajal.

-¿Es que los médicos hacen política ahora también? ¡Cómo están los tiempos!

Alexandr Semiónov y Yuri Bogdánov salieron de la casita. El cielo estaba encapotado aquel atardecer. Oscurecería antes que otros días sobre el pueblo. Quizá lloviese o quizá nevase. No habían terminado de torcer el final de la calle cuando Yuri Bogdánov, el hombre joven y enfermizo, se volvió de repente sobre su rumbo.

-¡Ay! –se quejó Alexandr Semiónov-. ¡Me has pisado!

-Perdóname, Sasha. Ha sido sin querer. Es que he recordado que no he cerrado la ventana de mi dormitorio.

-¿A dónde vas? Para. No vuelvas a casa. Trae mala suerte. Y deja que te pise.

-¿Cómo puedes creer aún en esas supersticiones? –dijo Yuri Bogdánov a su antiguo maestro, con el que ahora convivía en su hogar.

-Vamos, pon tu pie.

Yuri dejó pisarse suavemente por aquel hombre de tripa redonda y poblado bigote blanco. Se conformó con no regresar al hogar para cerrar la ventana y siguieron su camino. Su viejo profesor había declarado a favor de su incapacidad para ir a la guerra. La enfermedad que poco a poco le destrozaba los pulmones también había sido certificada por los médicos. Desde entonces aquel hombre le había dado una habitación y múltiples cuidados, a pesar de que no era un hombre de temperamento fácil. Sus padres le habían encomendado con él. El viejo profesor les había prometido cuidarlo a la par que le daría un oficio y evitaría que fuera al ejército para servir al zar. Así estaba siendo. Hacía ya dos años que el joven y pajizo Yuri Bogdánov trabajaba en su casa como si fuera una extraña mezcla de asistente personal y a la vez el hijo que jamás tuvo aquel hombre. No había sido el mejor alumno de su escuela de niño, tampoco el más obediente, y sin embargo le había tomado un cariño casi familiar.

-¿Desde cuándo lees prensa extranjera? –le preguntó el viejo maestro con su voz engañosamente huraña.

-No lo hago, me lo leyó un oficial de permiso que viajó a España. Me regaló la revista donde estaba. Se llama “Escuela libre”, pero era un número antiguo, de 1911.

-Nunca me cuentas nada a tiempo. ¿Sigues teniendo la revista?

-Sí, en mi cuarto.

-Me gustaría leerla. Me importa un rábano las opiniones marxistas de ese médico, pero si la revista tiene por nombre “Escuela libre” quisiera saber qué dicen sobre la educación al otro lado de Europa.

-Pero está en español. No está siquiera en cirílico.

-Llevamos ya dos años de guerra, leería cualquier periódico que no hable de muertos y batallas. Estoy tentado de suscribirme a una gaceta agrícola –el profesor siempre hablaba con un falso tono de mal humor.

Los dos hombres encaminaron varias calles cortas. Atravesaron la plaza que daba acceso a las últimas calles del pueblo, justo las que llevaban al camino leguminoso cuyo único sentido era adentrar a las personas en el cementerio donde descansaban generaciones y generaciones de las gentes de allí, con sus vidas sepultadas bajo lápidas donde los nombres mostraban los muchos lazos de unión entre las pocas familias de aquella población de hombres del campo. Iban dejando atrás las casas en dirección a la verja del campo santo, mientras algunas bandadas de pájaros volaban bajo y alborotadas. Pudiera ser un presagio de lluvia. Se les cruzó una mujer enlutada que venía del cementerio. Era la vieja Marina Gólubeva acompañada de su sobrina, regresaba de poner flores en la tumba de su hijo mayor. Había muerto en combate ensartado en la lanza de un ulano cuando la caballería austriaca asaltó a su batallón en Galitzia. Habían enviado su cuerpo a su pueblo natal, donde le dieron sepultura según los ritos ortodoxos en aquel lugar donde descansaban los huesos de sus abuelos, de sus bisabuelos, de sus tatarabuelos, y, en fin, de tantos de sus antepasados que habían llevado hasta entonces vidas tranquilas, apegadas a la tierra y sus rudezas, no sin haber pasado todos ellos grandes necesidades, pobreza y hambres. Ahora también todos ellos estaban igualados bajo un mismo suelo.

-Buenas tardes, Marina Gólubeva –saludaron el maestro y el protegido mientras se quitaban sus sombreros en señal de respeto.

-Buenas tardes –respondió la mujer bajando la cabeza un poco en señal de saludo.

-Le di mucho pan blanco a Mijail para usted cuando supe lo de su hijo mediano –dijo respetuoso el profesor.

-Gracias, señor Alexandr –contestó ella con un pequeño sollozo. Recordaba aquel regalo que le trajo su hijo menor.

-No pretendía hacerla llorar.

-No se preocupe, es normal. Esta segunda muerte está aún muy reciente.

-¿Y sabe ya cuando llegara el cuerpo al pueblo?

-La semana que viene, me han dicho.

-Al menos los dos hermanos no han sido enterrados en fosas comunes lejos de los suyos. Lo siento mucho, señora Marina Gólubeva. ¿Cómo está su esposo?

-Tiene que trabajar –dijo con algunas lágrimas en los ojos-. El mundo sigue y no queda otra.

-Sí.

-¿Va a la sepultura de su esposa?

-Sí, como cada día.

-Su enfermedad fue horrible. Pero ya descansa –Marina Gólubeva reparó en que era el amarillento Yuri Bogdánov quien acompañaba a Alexandr Semiónov y añadió con cierto deseo de salir del paso-. Afortunadamente los médicos saben ya muchas cosas para nuestros males.

Yuri Bogdánov asintió con la cabeza. Aunque la mujer no le había mirado directamente a él sabía que se lo decía a él. Su enfermedad iba a ser curada, al menos eso le habían dicho en sus últimas revisiones, pero su tratamiento era lento. Años antes hubiera muerto irremediablemente. Era una prodigiosa suerte que tuviera aquellos tratamientos que en buena parte pagaba su protector. Muchos médicos habían sido movilizados para ir al frente. Allí apenas tenían tiempo para curar realmente a los heridos, ejercían más de aserradores de miembros que de regeneradores. La ciencia médica era en esos momentos una gran escuela de mutiladores, y por ello era una suerte que él pudiera gozar en aquel pueblo tan alejado de las balas de un médico que conocía tanto como todo aquello que él necesitaba para no morir por el mal de sus pulmones. Él sabía de la mucha suerte que la vida le estaba brindando en aquellos años. Era el único varón joven que quedaba en el pueblo, así pues también el resto del pueblo sabía de su suerte. Era no sólo el hijo de sus padres, o el hijo no tenido del viejo maestro de la escuela, era el hijo querido de todo el pueblo. No había madre que no viese en él a su hijo. Todas le trataban como si trataran a su hijo, al menos como a ellas les gustaría que estuvieran tratando a sus hijos en aquellos momentos críticos. Sus hijos probablemente yacían en esos momentos en los campos de combate, o quizá habían muerto de frío y hambre. Pero eso, muchas, aún no lo sabían. Sólo sabían que allí quedaba un joven tan joven como su propio hijo, y todas le querían, pues todas querían a su hijo.

Marina Gólubeva acarició la cara de Yuri Bogdánov. Siguió su camino con su sobrina y dejaron marchar hacia el cementerio al profesor con el joven Yuri.

-Una mezcla extraña de civilización y barbarismo –dijo pensativo el viejo profesor al acercarse a la puerta del cementerio-, ese médico español no será Lenin, pero sabe de lo que habla.

El cementerio estaba construido en una superficie plana en pendiente hacia arriba. Las cruces ortodoxas de las tumbas eran blancas, contrastaban con el cielo plomizo de esa tarde y el color pardo de los pasillos de tierra y moho entre las fosas. Algunas piedras de los enterramientos más antiguos tenían hongos que les daban cierta solemnidad. Sólo entrar en aquel lugar implicaba asumir un respeto silencioso sin reflexionar siquiera su porqué, aunque todo el mundo al entrar conocía perfectamente su porqué.

-Nada debe haber más espantoso en nuestros días que morir ensartado en un palo largo –dijo el viejo maestro rompiendo el silencio-. En otras épocas era una forma normal de hacer la guerra, pero en las nuestras se tendría que haber superado. Ya hay aviones y cañones y ametralladoras… Y luego está lo de los caballos, ¿qué culpa tendrán esos seres inocentes? Porque también mueren los caballos. ¡Oh, sí! También lo hacen. Aunque si te digo la verdad, Yura, las armas de ahora son más criminales que las de antes. Esos gases asfixiantes… ¿desde cuándo es noble matar a tu enemigo así, sin darle oportunidad de defenderse, sin que pueda saber quien le ha matado? Y esas bombas… Ojalá no tengas que ver esas bombas, Yura. Pobre Marina Gólubeva. ¡La guerra es un crimen!

-Aquí está la sepultura, Sasha –dijo Yuri Bogdánov cuando llegaron a la tumba de la esposa del profesor.

-Lo sé, lo sé. ¡Diablos! Vengo todos los días desde que murió. ¿No voy a saberlo? –Anda ve a presentar nuestros respetos al hijo de Marina Gólubeva, déjame un rato a solas con Olya.

Yuri Bogdánov dejó allí a aquel hombre con su esposa. La tumba del hijo de Marina Gólubeva estaba algo más lejos. El cementerio no era muy grande, pero contaba con una cripta en su centro. Pertenecía a la única familia acaudalada del pueblo. La entrada a la cripta tenía una pequeña capilla de ladrillo rojo rematada por una cúpula bulbosa. Detrás de aquella estructura coronada por otra cruz de doble aspa estaba la tumba de aquel soldado. Se había llamado Dmitry. Yuri lo había conocido. Habían sido compañeros en la escuela del señor Alexandr Semiónov. Dmitry había sido uno de los alumnos más aplicados. Había sido el primero en aprender a leer, también había sido el chico más acertado cuando había que solucionar problemas matemáticos. Su modesta familia se hubiera podido plantear enviarlo a San Petersburgo a estudiar. Ahora la ciudad se llamaba Petrogrado, porque el nombre de Petersburgo les recordaba a los rusos un parecido demasiado grande con los alemanes. Así que el Gran Padre, el zar Nicolás II, había eliminado el nombre de San Petersburgo, pero para que pudiera seguir advocada a San Pedro le puso aquel nombre de Petrogrado. Sin embargo, Petrogrado estaba muy lejos, y las posibilidades del futuro de Dmitry se habían quedado allí, en aquel pueblecito, bajo la tierra de los suyos, gente sencilla que no había conocido tampoco en toda su vida las grandes construcciones de aquella ciudad que regía los destinos de sus vidas. Esa era la realidad actual, aunque la realidad exacta es que un ulano austriaco a caballo había matado con su lanza a Dmitry en Galitzia, justo cuando este huía despavorido corriendo junto al resto de sus compañeros. La gran mayoría de aquellos chicos habían aprendido también matemáticas y habían leído las poesías de las que se enorgullecía la lengua rusa, pero los austriacos les habían segado la vida. Uno tras otro, o quizá a todos a la vez.

La tumba de Dmitry marcaba comienzos de septiembre de 1914 como la fecha de su muerte. Ahora enterrarían a su lado a su hermano. En esa nueva cruz se escribiría 1916. En dos años Marina Gólubeva había perdido a sus dos hijos mayores, sólo le quedaba ya su hijo menor, pero Mijail entraría en edad suficiente para ser llevado con las tropas dentro de muy poco tiempo. Era una familia con una gran tragedia encima. Durante generaciones se habían preocupado de cultivar su tierra y vender los productos de su trabajo. Ahora, toda una estirpe de gentes del campo corría el riesgo de extinguirse en aquellos tiempos cruciales en los que el emperador luchaba contra otros emperadores. La mayor riqueza de la tierra yacía en la tierra enterrada, como siempre había hecho. Muy lejos de todo aquello estaba Petrogrado, sus palacios, templos, los mítines ilegales que los obreros daban por las calles y la guardia, siempre la guardia, con sus fusiles con la bayoneta calada.

Comenzaba a aumentar el frío. Una niebla bajaba del monte anunciando un atardecer prematuro. Yuri tomó unas florecillas que habían depositado en otra tumba para dejarlas sobre la tumba de su antiguo compañero de colegio, pero las volvió a dejar donde estaban de manera rápida, apenas las había levantado unos centímetros de su sitio. No era correcto robar a los muertos. A pesar de que no creía en las supersticiones ni en los misticismos, ya no, salía de su interior no honrar a unos robando a otros. Arrancó unas flores salvajes que crecían en la base de la pared trasera de la cripta y las acercó hasta la tumba de Dmitry. El montón de tierra que sepultaba su ataúd era gredoso.

Allí permaneció en pie pensando sobre la muerte. Comenzaba a sentir un cierto dolor en el pecho. Sacó un pañuelo de su bolsillo y tosió. Había unos restos de sangre, pero ahora ya no eran tantos como antes. Miró la sangre, dobló el pañuelo blanco y volvió a meterlo en el bolsillo. Debían bajar a la casa antes de que la niebla ocupara todo el pueblo. El viejo profesor se tomaba su tiempo. Hablaba con la tumba de su difunta esposa. A veces habían estado una hora allí. Probablemente le hablaba a un montón de tierra, como mucho a unos restos, pero aquel hombre estaba convencido de que no era así, hablaba con su esposa. Le ponía al día de todo. En estos últimos tiempos, de haber tenido oídos útiles, ella ya sabía con todo lujo de detalles sobre quien era él y sobre su relación con el que fue su esposo. Pasaron veinte minutos. La niebla ya era bastante espesa, aunque aún no era totalmente profunda. Había que bajar. Aquello no podía ser bueno para sus pulmones. El profesor lo sabía. Yuri Bogdánov se había sentado frente a la tumba de Dmitry, apoyando la espalda en la pared de la cripta de donde había cogido las flores.

-Eram quod es, eris quod sum –sonó la voz del viejo Alexandr Semiónov apareciendo sus pies al lado de él-. ¿Qué he dicho?

Yuri Bogdanov se levantó, comenzaba a temblar de frío y los tosidos habían aumentado.

-No lo sé, Sasha.

-Sigues sin hacer tus ejercicios de latín. Serás el mismo mendrugo de siempre en la vida si sigues así. He dicho: yo era lo que tú eres, tú serás lo que yo soy. Te he encontrado muy pensativo frente a la tumba del pobre Dmitry. Era amigo tuyo en la escuela. Lo recuerdo.

-Sí, Sasha, éramos amigos. Pero ahora él ya no está.

-Mors ultima linea rerum est. De Horacio. La muerte es el límite final de las cosas. Pero te equivocas, como se equivocaba Horacio. Querido Yura, hay algo más.

-Si lo hubiera no nos dejaría morir –dijo Yuri tosiendo de nuevo.

-Te equivocas, Yura. No nos deja morir, nos abre la puerta a su Reino. Sé que no crees en la vida del Más Allá, pero tú, y los que te han hablado de estas cosas, os equivocáis. No estamos aquí por nada. No sabemos muy bien porqué estamos, pero estamos.

-Pero, Sasha, ¿no es absurdo creer en todo esto? Esa creencia en otra vida mejor sólo nos adormila para que aceptemos vivir tan miserablemente como vivimos mientras otros viven a costa de nosotros. Es la misma creencia que nos lleva a estas guerras que ahora están llenando de sangre los suelos. Dmitry ha muerto engañado, como tantos otros. Ni el zar es un gran padre, ni Dios bendijo su muerte. Cientos de soldados lo comprenden y abandonan los frentes, vuelven a sus pueblos, porque es aquí donde realmente se hacen las cosas importantes, cultivando las tierras, cuyos frutos dan la vida. Sus frutos alimentan más que las misas.

-¡Eres un descreído y un insurrecto, Sasha! ¡Para qué te estoy educando, descarado! Post mortem nihil, ipsaque mors nihil. Esa, esa es la frase que a ti te gusta más. Las viejas palabras de Séneca, después de la muerte nada; y la misma muerte no es nada.

-Me acuerdo de una de las frases que me has enseñado, Sasha, ab una pendet aeternitas: la eternidad depende de una hora –volvió a toser con el pañuelo en la boca-. No quiero ofenderte querido protector, pero ya sabes cómo pienso. Todo depende de una hora, de la última hora. Dmitry sin duda ya ha alcanzado su eternidad. Será recordado por una lanza. Ninguna otra gloria, salvo la de su madre, que le recordará a sus pechos y en sus primeros pasos. ¿Dónde estaba el zar entonces?

-Anda vámonos, gran ateo. Estás tosiendo más. No sea que tu hora sea esta. Haremos sopa caliente para comer. Además la niebla se está volviendo muy blanca y no quiero que se cierre del todo en torno nuestra, que aún tenemos camino. Dame tu brazo.

Yuri le dio su brazo y Alexandr se cogió de él para iniciar la bajada del cementerio para ir al pueblo. La niebla ya estaba espesándose bastante. Marcaba el camino las cruces de doble aspa de cada tumba. Un gato les pasó corriendo por delante.

-¿Era negro? –preguntó el viejo profesor.

-No, creo que era pardo –dijo el alumno.

-Sigamos, sigamos.

Dieron unos pasos más y un nuevo golpe de tos les hizo pararse para limpiar la sangre con el pañuelo.

-Será mejor que vayamos más rápido para que estés caliente en casa. Yo haré la sopa, gran descreído –dijo el profesor con un cariño oculto en tosquedad.

Llegaron a la puerta de la verja del campo santo. El camino hacia el pueblo se veía ya con una niebla bien formada. El atardecer había llegado antes definitivamente y la noche se intuía adelantada. Atrás quedaban los muertos del pueblo, y por delante el camino hacia el pueblo con los vivos. Dmitry descansaba en su humilde tumba señalada por una cruz blanca detrás de la cripta de los más ricos del pueblo. Descansaba con sus historias de balas zumbando y austriacos a caballo. Muerto por ellos, luchando por él, huyendo por su vida. Pero aquel soldado también descansaba con sus multiplicaciones infantiles bien resueltas a lapicero y su rapidez para leer. Sus sumas y sus restas dormían eternamente junto al aprendizaje para detonar bombas de mano y usar cuchillos para cazar humanos. Yuri Bogdánov miró hacia el interior del cementerio. La niebla ya impedía ver algunas hileras de tumbas, las más altas. Avanzaba rápida. Volvió a ver al gato corriendo entre las cruces. Se perdió por detrás de la cripta, por donde debía estar Dmitry. Allí la niebla tenía un aspecto extraño. Se había formado como una columna más espesa. Blanca, flotando etérea. Tuvo otro golpe de tos y al volver a fijar la mirada en aquel punto le pareció que la niebla llevaba un uniforme pardo con su gabardina gruesa y su gorro de piel, una granada de mango colgando de su cinto y el fusil al hombro. Dmitry, con los ojos ahuecados le miraba triste antes de disolverse.

-Vamos, Yura, no te pares –Alexandr le tiró del brazo para seguir el camino.

Yuri Bogdánov, se frotó los ojos con una mano. Se fijó en aquel lugar otra vez. Sólo había niebla, cada vez más espesa, ocultando las tumbas de los muertos.

-Sí, vamos. Necesito entrar en calor –dijo el joven enfermizo.

Caminaron hacia el pueblo.

-Ah, el recuerdo de los muertos… Una vez fueron vivos, Yura, una vez fueron vivos.



Por Daniel L.-Serrano “Canichu”
Alcalá de Henares, 20 de julio de 2014. Publicado en Noticias de un Espía en el Bar, con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

1 comentario:

Canichu, el espía del bar dijo...

"Y como la ley que rige al hombre, a la familia y a las naciones, rige a su vez a los pueblos, ¿qué recuerdos legan estos a la posteridad, si sólo estribase su fama en la nobleza de sus hijos tan pasajera como la vida real?, ¿qué sería de ellos en día de decadencia, cuando todo aquello que les comunicaba cierto aspecto de grandeza y predominio ha desaparecido, cuando ya sus hijos no recuerdan lo que fueron sus antepasados y hasta su preponderancia se ve menoscabada cuando no usurpada?"

(Esteban Azaña, "Historia de Alcalá de Henares", 1880).